Están detrás de la niebla

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Niebla en el mar

Están detrás de la niebla. Y ese «están» sonaba tan enorme, tan inabarcable, que en él cabían países y gentes.

Están detrás de la niebla, repetía tras un silencio que no llegaba a quebrar el murmullo, apenas adivinado, de unas olas chatas y aceitosas, y el hipnótico golpeteo de los remos.

Habían pasado más de seis años desde que la niebla nos dejó rodeados. Seis años en los que no había llegado ni un avión, ni un barco. Seis años en los que ninguna señal de radio, de televisión, de satélite, había atravesado el aire. Seis años sin que ningún bit susurrara a su paso por los cables muertos. Las manos callosas y deformes, se aferraban a los remos. Se contraían los brazos, todavía fuertes y, con un nuevo golpe, el bote continuaba su camino hacia la espesa niebla que cerraba el horizonte.

Avanzamos empujados a medias por la acción de los remos, a medias por la fuerza que parecía desprenderse de las palabras del viejo. Están detrás de la niebla, repetía y, poco a poco, la niebla fue rodeándonos. La luminosidad lechosa que nos rodeaba apenas dejaba ver la brújula, sujeta en el pequeño mástil. Al noreste, fijo al noreste, murmuraba de cuando en cuando, y seguía remando.

El viejo era el único que seguía intentando, todavía hoy y después de más de seis años, atravesar la barrera de niebla. No pasaba una semana sin que se hiciera a la mar, no pasaba una semana sin que su barca regresara de nuevo a la isla, confinada por la niebla.

No sé por qué, ese día concreto, había decidido sumarme a su ya ni se sabe que intento. No sé cómo logré salir de la lasitud en que nos habíamos sumido, en la muda aceptación de una situación que no lográbamos comprender y de la que no podíamos escapar.

A medida que nos adentrábamos en la niebla, el ansia del viejo se iba apoderando también de mí. Al principio, lo noté en como se fue enderezando mi cuerpo, en como mis ojos se esforzaban en atravesar el sudario blanco que nos envolvía. Terminé por sentarme a su lado y, sin palabras, coger uno de los remos.

Unidas nuestras fuerzas, la barca parecía no tocar el mar. Un mar apelmazado, sin apenas olas ni movimiento alguno. Un mar que merecía más que ningún otro ser llamado como muerto.

Remábamos al unísono. Repetíamos a coro, sin más acuerdo que el concierto de nuestros esfuerzos, están detrás de la niebla. A ratos mirábamos la brújula y nuestra canción de boga era el repetido al noreste, fijo al noreste.

Perdí la cuenta de las horas, de los golpes de remo, de las miradas a la brújula.

Perdí toda sensación de cansancio en mis brazos y en mi espalda.

Me había convertido en uno con el viejo, con los remos, con el bote y, en una boga hipnótica, seguimos avanzando entre la niebla.

Pensé que mis ojos, deseosos de ver algo que no fuera la blanca mortaja que nos recubría, me engañaban. Pero no. En algunos puntos la niebla se abría en jirones, dejando entrever retazos de un azul que solo podía ser el cielo.

Rota por la emoción la extraña simbiosis con el viejo y con el barco, me puse en pie y grité la consigna, al noreste, fijo al noreste.

Ansioso, volví a sentarme y a empuñar el remo, redoblando mis esfuerzos.

La niebla se iba abriendo hasta que, con un golpe de viento que la arremolinó, se abrió del todo, dejándonos ver, esperándonos, la playa de nuestra partida.

Soltamos los remos, mientras derivaba lentamente el bote. El viejo, encorvado y con la cara encerrada entre sus manos, repetía están detrás de la niebla, están detrás de la niebla, están detrás de la niebla. Hubo un momento en el que sus manos se abrieron, como dejando escapar su cara. Su mirada se quedó clavada en mí mientras con voz ronca me hablaba: Nos empeñamos tanto en darles la espalda, nos empeñamos tanto en encerrarnos en nuestra burbuja que al final nos hemos quedado solos. Ellos están detrás de la niebla, nosotros aquí, encerrados en nosotros mismos.

Al rato, no sé como, volvimos a la playa. Yo volví a mi rutina diaria pero, de cuando en cuando, preguntaba por el viejo. Supe de sus cientos de intentos repetidos, hasta que un día no volvió. Nunca sabré a ciencia cierta si se perdió en el mar o si, yendo al noreste, fijo al noreste, logró encontrarlos detrás de la niebla.