Carmela

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El viudo Roque

Todos soportaban el mal carácter del viudo Roque. Su drama fue, en gran medida, el drama de todos. En un pueblo tan pequeño resulta casi imposible separar los dolores propios de los ajenos o distinguir las felicidades de los demás de las de uno.

Treinta años después, todavía formaba parte del presente esa mañana, en la que despertaron sin que se encontraran entre ellos ni Violeta, por aquellos tiempos casi una recién casada, ni Don Alfonso, el joven cura que no hacía un año había llegado al pueblo. Por eso a Roque comenzaron a llamarle el viudo. Para el pueblo Violeta estaba muerta y de Don Alfonso casi no había recuerdo.

Carmela llegó bajo el sol de mediodía. Ojos grandes y profundos, de gacela. Empapada en sudor, bañada en polvo y cargada con una preñez rotunda, apenas tuvo fuerzas para golpear la puerta del chamizo del viudo Roque.

El hosco quién vive fue respondido tan solo con un par de palmadas, casi sin fuerzas, sobre la puerta a las que siguieron los carajo, que no son horas, que con este sol la gente duerme y el crujido de la puerta, abierta con malos modos. Tuvo tiempo apenas el viudo Roque de recibir entre sus brazos a Carmela desplomada.

Los rediós, pero qué coño, y esta quién es, acompañaron el lento y torpe baile con que el viudo Roque acomodó a Carmela en el único sillón de la pieza.

A mí, gritaba. Que vengan coño, mientras trataba de hacerla beber a sorbos cortos de la jarra de peltre, mientras con un paño húmedo limpiaba su cara, mientras una mancha de humedad escapaba entre las piernas de Carmela.

Entre los gritos del viudo Roque y los qué pasa llegó Casilda, la partera. Con un par de empujones y su voz autoritaria, exigiendo agua hirviendo y una docena de toallas, se extendió un remedo de orden, una inquieta calma, rota apenas por los gemidos de Carmela y los suspiros largos y asustados del viudo Roque.

Carmela tiene los ojos grandes. Carmela tiene los ojos grandes y una sonrisa eterna que se hace aún más profunda cuando ve correr a Manuel a perderse entre los brazos del abuelo Roque, que ya nadie en el pueblo le llama el viudo, que todos le llaman abuelo.

Oye las carcajadas del viejo mientras juega con el pequeño y sonríe mientras acaricia su secreto. Carmela nunca le ha dicho que es hija suya, que Alfonso las abandonó al sacar las cuentas del embarazo de Violeta.