Viaje a Inglaterra

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Empaquetadoras de plátanos

Trabajaba de empaquetadora en la cooperativa platanera. Horas y horas de pie, colocando manillas en las cajas de cartón. Un trabajo mecánico que deja tiempo, mucho tiempo, para que la cabeza trajine, ocupada en mil boberías. Ella sabía que esas cajas de cartón, que esas manillas de plátanos, viajarían hasta Inglaterra.

Una Inglaterra que ni siquiera sería capaz de colocar en el mapa, que en primaria tan solo llegaron a los ríos de España. Una Inglaterra que para ella era simplemente otro sitio, otro sitio en el que las cosas eran diferentes. Un sitio en el que no tendría que pasar horas y horas de pie. Un sitio en el que ella se comería los plátanos maduros, en su punto, que alguna otra empaquetó verdes.

En los ratos de descanso le preguntaba a los chóferes de los camiones. Les preguntaba cómo es Inglaterra y cuánto tardas en llegar. Les preguntaba si es bonita Inglaterra, si les gustan las chicas de ese otro sitio y cómo visten.

Ellos, entre virginio y virginio, poblaban su cabeza con mil historias. Se llegaba en unas pocas horas, por eso ellos podían estar al día siguiente, de nuevo, a recoger otra carga en el camión. En Inglaterra las chicas guapas como ella no trabajaban en almacenes empaquetando plátanos. Paseaban con sus novios, compraban vestidos bonitos y, al mediodía, siempre se comían un par de plátanos maduros, que de aquí salían verdes.

Día tras día se fue obsesionando. Inglaterra estaba a su alcance. Tan solo unas pocas horas de viaje en uno de los camiones. Horas de pie, horas de trabajo autómata, horas en que la cabeza da vueltas y más vueltas a la idea.

Se atrevió una tarde. Uno de los conductores, con el camión ya cargado, demoró la salida por una última visita al baño. Levantó la lona y se comprimió contra las cajas de plátanos. Dos horas de viaje. Dos horas de traqueteo, sacudida entre la carrocería y las cajas de fruta.

Dos horas de calor pegajoso y de olor dulzón. Dos horas en las que su corazón latió como en todo un día. Dos horas en las que su cabeza dibujó mil Inglaterras distintas, pero pobladas todas ellas de chicas jóvenes paseando con sus novios, comprando trajes bonitos y comiendo cada día un par de plátanos maduros.

Se detuvo el camión y su corazón se saltó un par de latidos. La lona se abrió, la luz irrumpiendo repentina la deslumbró. El violento contraluz desdibujó la cara que, sorprendida, gritó un qué haces tú aquí, niña. ¿Ya llegamos a Inglaterra?

El viaje de vuelta se hizo largo, eterno, a pesar de ir sentada en la cabina. Fueron dos horas. Dos horas de lágrimas silenciosas.