El éxodo

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Éxodo bajo la lluvia

Perdimos la cuenta de los días que caminamos. El transcurso del tiempo lo marcaba el ritmo de los pasos sobre el barro. Un barro eterno y omnipresente. La tierra se mostraba incapaz de absorber ni una sola gota de agua más.

Seguía lloviendo. Seguíamos caminando. Ganando por un margen cada vez más estrecho a la subida de las aguas. Mar, río, arroyo, torrente, barranco... palabras, denominaciones, conceptos que, día a día, perdían su sentido, confundidas y sin límites entre ellos. Agua. Agua y barro. Una lluvia mansa, pero incesante, que, a pesar de su tamborilear constante, no lograba acallar el silencio del viento ausente.

Caminábamos en grupos cambiantes. El paso de los días incontables acabó con cualquier atisbo de grupo organizado. ¿Familias?, ¿vecinos, ¿amigos?. Gente. Caras apenas entrevistas que cambiaban en ritmos imprevisibles. Cuerpos marchando más o menos próximos, durante un tiempo incierto. Gentes que te acompañaban y desaparecían en una coreografía improvisada, en una danza en que ningún bailarín conocía, ni elegía, la posición que ocupaba.

Caminábamos. Caminábamos y, tras nuestros pasos, caminaba el agua que subía. Mientras, y a medida que ese tiempo del que habíamos perdido la cuenta transcurría, aparecieron las islas o desapareció la tierra, que ya no sabíamos cual de las dos realidades era más cierta. Y un día, sin que supiéramos cuando, notamos que el agua había dejado de subir. Había llegado a un nuevo punto de equilibrio. Había dibujado un nuevo mundo, una nueva geografía, construida a base de esas cumbres-islas y de esa tierra, ahora mar, sobre la que habíamos caminado durante un tiempo del que no guardábamos memoria, sino una especie de sueño incierto.

Por primera vez pudimos parar de caminar sin la urgencia y la certeza de la provisionalidad de las anteriores paradas. Por primera vez comenzaron a surgir corros y chamizos cuya única estructura venía marcada por el sitio en el que cada cual se detuvo.

Seguía lloviendo mansamente y seguía retumbando en nuestros oídos la ausencia del viento pero, por vez primera en un tiempo no medido y sin medida, sabíamos que habíamos llegado.