El día en que desapareció el viento

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El día en que desapareció  el viento

No recuedo exactamente cuando cesó el viento. Sé que un día alguien lo comentó. En ese momento, todos caímos en la cuenta de que llevábamos días, semanas, o quizás meses, sin oír el viento.

Al principio, nos negamos a reconocerlo. Será cosa de un par de días, no es la primera vez que tenemos una calma. Que no, fíjate, si miras bien se nota como se mueven las hojas de las palmeras, muy poquito, pero se mueven.

La hierba inmóvil, las olas desaparecidas, la ausencia de polvo volando, se conjuraron para hacer fracasar nuestros intentos de desmentir la ausencia del viento. Los oídos nos zumbaban, desacostumbrados a tan inexplicable silencio.

Dicen que el siroco, la calima, son responsables en gran medida de depresiones, de alteraciones de comportamiento. Nada que ver con la intolerable melancolía que fue apoderándose de la gente a medida que la extrañeza provocada por la ausencia de la omnipresente compañía del viento iba causando en nosotros.

Expertos, iluminados, milenaristas, todos tenían una explicación o, al menos, una colección de interrogantes, tratando de dar sentido a esa repentina ausencia. Desde el cambio climático al castigo divino y el signo del fin de los tiempos, sufrimos, padecimos, explicaciones para todos los gustos.

Renunciamos a entender. Bastante teníamos con mantenernos encerrados en casa. Mientras, afuera, las mariposas seguían con su perenne zumbido.