El año de la lluvia

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El año de la lluvia

Comenzó a llover mansamente, pero sin tregua. Gota a gota y día tras día, sin parar. Como si el cielo se hubiera roto.

La primera sensación fue de alivio. Las mariposas fueron cayendo a centenares, a miles y a millones, convirtiendo el suelo en la paleta delirante de un Van Gogh que, sin limpiarla, no hubiera parado de pintar en cientos de años.

Las calles, convertidas en arroyos, en torrentes, en ríos, arrastraban los últimos restos de la polícroma amenaza, que nos había mantenido encerrados desde un tiempo que ya no recordábamos.

Barridos los últimos restos de las mariposas, salimos a la calle. En pijama, a medio vestir, desnudos totalmente la mayor parte, dejamos que la lluvia nos limpiara. Por más aislados que estuviéramos, nuestros cuerpos aún estaban recubiertos del polvo suave con que el aleteo interminable de las mariposas había recubierto todo.

La total ausencia de viento, la caída pausada de la lluvia, nos llevaron a bailar noches y días de los que perdimos la cuenta. Caíamos rendidos en cualquier pequeña elevación que nos mantuviera sobre el nivel del agua.

Dormíamos abrazados con desconocidos, los miembros entrelazados, los cuerpos acoplados bajo la lluvia tibia, hasta que despertábamos y seguíamos la danza interminable. Hijos, maridos, amantes, todos nos perdimos bajo la lluvia tibia e incesante.

Poco a poco, la inexorable subida del nivel del agua, fue haciendo más difícil encontrar caminos por donde movernos o lugares en que dejarnos caer para recuperarnos de nuestra fatiga.

Un lento despertar nos fue haciendo conscientes de que habíamos perdido la cuenta de los días que hacía que llovía de manera imparable. Fue entonces, casi sin pensarlo, cuando comenzó el éxodo.