Repatriación

Imagen
Ojos de mujer africaana

Las puertas del avión se cerraron con apenas un leve chasquido que le sonó como un pistoletazo. Tomó consciencia en ese momento de lo irreversible del viaje y sus lágrimas se derramaron.

Dos ríos de plata sobre su negra cara. Dos ríos salados que le recordaron la sal que encachazaba su piel durante los cuatro días de travesía. El sabor a sal en sus labios, el escozor de la sal en sus ojos. La sal pegada a su ropa, la sal metida en su pelo. Cuatro días que debían poner fin a un viaje largo, a un viaje de dos años.

Dos años de caminar con los zapatos rotos y luego sin zapatos. Dos años de esconderse en la caja de un camión, entre fardos y canastos. Dos años de espera en chozas asfixiantes, sin saber cuándo se reiniciaría la marcha. Dos años de violaciones brutales y, afortunadamente, rápidas. Dos años en los que desear y temer al tiempo la presencia de alguien a su lado. Dos años que la habían conducido al último puerto, a la última etapa de ese largo viaje. Dos años largos y cuatro días eternos en los que cada paso que daba era una pequeña victoria, que le acercaba a esa tierra que ella consideraba prometida, pero que ahora se le negaba. Dos años largos que la llevaron a embarcarse durante cuatro días eternos. Dos años largos, de largas caminatas e interminables espacios para llegar a todo lo contrario, a verse hacinada entre un par de docenas de cuerpos, sin poder estirar las piernas, sin poder ni siquiera cambiar de posición si no era con el acuerdo de sus vecinos de banco. Dos años y cuatro días que la llevaron a una playa de rocas en una noche sin luna, para empezar un recorrido que no llegó ni a cien metros.

Todavía no había recuperado las fuerzas en sus piernas anquilosadas, todavía la sal escocía en sus ojos, cuando quedó deslumbrada por la linterna. Unas manos firmes y voces de mando, por más que intentaran sonar amables, la confinaron de nuevo en un pequeño espacio. En el jeep verde se vio de nuevo apretada entre cuerpos que de tan conocidos y tan próximos ya le parecían suyos. La manta sobre los hombros le quitaba el frío del cuerpo al tiempo que se le enfriaba el alma.

Fueron apenas sesenta días, casi nueve semanas, un tiempo que puede parecer largo, pero que no es más que un suspiro después de dos años, y los últimos cuatro días eternos. Fue poco menos de esas nueve semanas, el tiempo que tardó en tramitarse el expediente de repatriación. Sesenta días, casi nueve semanas, para verse de nuevo de viaje.

Mientras caían sus lágrimas, mientras volvía a sentir el sabor de la sal, pensaba en la ironía que suponía la comodidad, el lujo, de ese último viaje. El único viaje que no deseaba.