Náufrago

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Náufrago

No estaba muerto. Caído boca abajo, al finalizar el rastro que había dejado al arrastrarse sobre la arena de la playa, todavía respiraba con lentas bocanadas. Las escuchamos mientras nos acercábamos a ese bulto inesperado con el que el amanecer sorprendió a la abuela.

Como todas las mañanas, antes de que el sol apretara, había salido a caminar por la arena. Apenas entrevió la silueta desplomada se dio la vuelta y volvió a casa. Corrimos hacia la playa, dejando abandonado el primer café sobre la mesa.

La urgencia por llegar hasta ese cuerpo que la luz del amanecer apenas dibujaba se convirtió en una espera espesa, hasta atrevernos a decidir qué hacer.

Por puro instinto lo hicimos girar, para colocarlo boca arriba. Pareció atragantarse y comenzó a toser. Golpes secos, a ráfagas, que de repente interrumpía una tos más larga, como arrancada de lo más profundo de sus pulmones.

No recuerdo quién lo incorporó con un abrazo torpe, tratando de mantenerlo incorporado. Pareció dar resultado. Poco a poco, su tos se fue calmando y su respiración volvió a serenarse.

Seguía sin abrir sus ojos. Dormido o en coma o en trance, permanecía por completo ajeno a nuestra presencia, como si aún no hubiera llegado.

Mejor no moverlo. Hay que darle agua. Vamos a taparlo con algo para protegerlo del sol. Túmbalo de nuevo. La playa de había ido poblando pues las noticias caminan solas, más rápidas cuanto peores, y los qué hacer se cruzaban con los qué había pasado y, sobre todo, con la conmoción que provocaba esa arribada, la primera en no recordábamos ya cuantos años.

Terminó por imponerse la idea de llevarlo al bar. El fresco del emparrado daño no le haría y seguro que ayudaría a su recuperación. Además, estarían disponibles las camas del pequeño hostal situado justo al lado.

Dos mesas y varios manteles nos sirvieron para improvisar un camastro a la sombra de las parras, que tiempo habría para llevarlo a una de las habitaciones con el fresco de la noche si es que antes no despertaba.

Con el paso de los minutos, el corro que se formó a su alrededor se fue deshaciendo y las mesas se fueron llenando de tazas de café, de vasos de zumo y de algún que otro ron, justificado por la necesidad de recuperarse del mal cuerpo, que no es poco el susto de amanecer con alguien llegado a la playa, aunque fuera medio ahogado, después de tantos años de aislamiento.

En torno a cada mesa una conversación que, inevitablemente, terminaba por ser la misma que en el resto de las mesas. Las preguntas se repetían al igual que se repetía la ausencia de respuestas.

Quién será. De dónde viene. Cómo llegó. Qué le ha pasado. Se recuperará. Por qué no despierta.

Escondida tras las preguntas, una esperanza a la que ninguno nos atrevimos a poner palabras. Para llegar tuvo atravesar la niebla. Puede que la niebla se esté debilitando. A lo mejor siempre ha habido un camino y no hemos sabido encontrarlo. Si pudo llegar él, otros podrán llegar. Podremos salir nosotros.