Canela

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Canela

Canela tiene una sonrisa dulce y unos ojos grandes. Una sonrisa que se derrama incontenible, una sonrisa que regala generosa. Unos ojos que envuelven a quien mira, unos ojos que atrapan. 

Canela tiene también una cintura estrecha, unas caderas anchas, un busto desafiante y unas piernas torneadas. Pero la sonrisa y los ojos de Canela están a la vista de todos y todos pueden verlos. El resto de su anatomía parecen percibirlo tan solo los hombres en celo y las mujeres celosas. Para los niños, para la gente en paz consigo misma, Canela es tan solo sonrisa y ojos.

Canela llegó, sin que nadie supiera de donde, dejándose atrás el entendimiento.

Se aposentó en un chamizo, junto a la cantonera. El sitio más adecuado, pues mezclaba sus canturreos con el murmullo de las acequias los días de riego.

Canela aprendió a evitar desde que oscurecía la puerta del bulín y las manos ansiosas que tiraban de ella hacia detrás de las tapias.

Aprendió qué veredas no transitar de noche y que entre los niños y sus juegos nadie la molestaba.

Canela gustaba del silencio húmedo de la ermita al mediodía. Se dejaba caer sobre las losas, sintiéndose abrazar por el frescor de la piedra, mientras el juego de las luces y las sombras hacía más irreal aún su cuerpo.

Así la encontró un día Don Atilio. Adormecida, sus muslos escapaban de la falda y su pecho bailaba al compás de su respiración tranquila.

Don Atilio no se fijó en su sonrisa dulce y confiada, ni vio los ojos grandes que el sueño mantenía cerrados. Don Atilio tan solo vio la carne morena de Canela.

Apenas se remangó la sotana. Tan solo entreabrió sus pantalones. La tomó sobre el suelo mientras sus ojos se abrían y su sonrisa se congelaba.

Canela tiene una boca que seca como una cuchillada. Canela tiene unos ojos espantados.

Don Atilio, todos los domingos, amenaza con las penas del infierno a quien se deje llevar, como un animal, de los deseos de su cuerpo.