Aurora

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Mujeres trabajando en el campo

El sol hacía correr un regato de sudor entre sus pechos, sumiéndola en una ligera somnolencia. Apoyada contra la tablazón de uno de los almacenes, dejó que la cola ante la oficina fuera avanzando. Viernes, día de paga. Día, también, de ese último ejercicio semanal de humillación de Don Manuel.

La cola aguardaba bajo el sol al capricho del capataz que, bajo el ventilador, apuraba la sempiterna botella de ron, llamaba al siguiente o no y dejaba pasar el tiempo a la medida que sus malos humores le aconsejaban.

Aurora se sabía observada. El silencio servil de la cola estaba poblado del rumor de los pensamientos que sabía ciertos. Esta viene por más. Al final todas terminan doblegándose. Cierto que ella nunca lo aceptó. Lo suyo no fue ceder forzada por el miedo, las humillaciones constantes o la búsqueda de una miserable mejora en sus condiciones.

Ella luchó hasta el final. Le despreció. Se rió en su cara. Le dijo no de mil y una maneras. Hasta el día en que él, ebrio de ron, de deseo y de despecho, la forzó.

Su llanto de rabia se mezclaba con los jadeos bestiales. Sus puños golpeando el piso y la espalda del hombre, solo sirvieron para pespuntar el sonido de sus embestidas. Quedó tendida, desmadejada como una muñeca de trapo, los bajos del vestido, arrebujados bajo su espalda. Dejó que finalizara la tarde, caída en el piso, sin moverse. Dejó que llegara el fresco de la noche para levantarse, acomodarse el vestido, y comenzar a caminar, sin más equipaje que lo puesto y una rabia sorda, que le estremecía el cuerpo en una tiritona ingobernable.

Una noche de caminata. Un día completo de andar respirando el polvo del camino, calmando la sed en los abrevaderos que le salían al paso. Un día de decir no a las ofertas de te acerco en el camión. Una noche más en la que el frío y el hambre, se conjuraron con su rabia sorda para hacerla estremecerse, aún más, bajo su delgado vestido.

La mañana la sorprendió llegando al puerto. No lo conocía, nunca había estado en él, pero la firme determinación que la mantuvo en pie todo el camino, la llevó directa a casa de Doña Lupe.

Pero niña, quién va a pagar por ti, que traes todavía el polvo de los tomateros en la piel. Pero mira esas manos que parecen de hombre. Y esa cara rabiosa. Niña, los hombres vienen aquí buscando dulzura, buscando caras de niña y no de sargento de la guardia de asalto.

Calló la dueña y ella callaba. Se espesó el silencio, hasta que Doña Lupe, rezongando, justificó con lo que ella llamaba su generoso corazón la decisión que ya tenía tomada a la vista del cuerpo firme y el pelo espeso. Venga, a la ducha, y tira esos trapos, y a ver si puedo hacer algo por ti.

Fueron meses de silencio. De rumiar el convencimiento que construyó caminando. Meses en que no dijo no a ningún cliente. Meses en los que no se negó a nada. Meses en que su cara se acostumbró a ser dos caras. Sonrisa deslumbrante para cualquiera de los marineros, para cualquiera de los estibadores, que en casa de Doña Lupe recalaban. Boca cerrada y ojos totalmente abiertos cuando la cama quedaba solo para ella.

El borracho mujeriego que un día tuvo consulta de médico en la trasera del casino, fue el primero en advertir las manchas.

No Doña Lupe, que no me trato, que ni inyecciones ni más vainas, que me marcho.

Y comenzó el camino de vuelta. Otra vez de noche, otra vez, con frío, con hambre y polvo. Otra vez dijo no a te acerco en el camión. Otra vez calmó su sed en los abrevaderos que le salían al encuentro.

Don Manuel la encontró por la mañana en los campos. Fueron tres días los que los llevaron hasta el viernes de paga, en los que nada se habló, tres días en los que nada se dijo. Los comentarios se hacían por las noches, a la luz de las velas, en las cuarterías.

Ya volvió la Aurora. Si es que cuando se es pobre no se puede tener orgullo. Si al final el patrón es el patrón y él es el que manda.

El viernes, en la cola, con el sudor corriendo entre sus pechos, Aurora aguarda. Deja avanzar la cola. Sabe que él la llamará la última para tenerla. Sabe que en ese momento, ebrio de ron y de mando, vendrá directo por ella. Han terminado los pagos. No queda nadie en el patio de la oficina. Él permanece bebiendo, tal vez juntando fuerzas, tal vez juntando el deseo bestial con que va a tomarla. Ella espera. Se ha separado del almacén en que se recostaba y, de pie, aguarda ante la puerta.

Llega la noche y la llamada. Aurora. Siente un último estremecimiento, empuja la puerta y entra. El humo, el olor a sudor y alcohol, renuevan sus recuerdos de la casa de Doña Lupe. Un cliente más, piensa para sus adentros y avanza. Él luce sus brazos fuertes bajo una camisa arremangada y abierta sobre el pecho. La barba de varios días y los ojos enrojecidos, a la luz del farol de petróleo, terminan de disfrazarlo, de convertirlo en la caricatura del macho, y él, a juego con ese disfraz avanza pavoneándose. Se le acerca, tira de las asillas de su vestido hacia los lados y hace emerger su cuerpo firme de entre la tela que arremolinándose sobre sus piernas, termina por formar en el suelo el altar en que ella decide inmolarse.

Sonríe con altanería el hombre al verla domada. Aurora, Aurora, dice con la falsa ternura del borracho. Aurora, cómo se te ocurrió marcharte. No sé porqué, después de como te has portado, te dejo de nuevo en la finca. Aurora, Aurora. En un arrebato beodo pasa a la indignación y la amenaza. Esto no te lo vuelvo a tolerar, si te marchas de nuevo, no vuelvas. Quién diablos te has creído que eres. La zarandea, la empuja al piso, se abre apenas los pantalones y la penetra brutalmente. Ella, con la mirada fija en el techo, se deja hacer. Se deja morder los pechos, se deja tirar del pelo y tan solo se mueven sus brazos para atraerlo con más fuerza, para hacer más íntimo el contacto. El termina y se vuelve.

Quedan acostados lado a lado. ¿Ves, Aurora?, si hasta te ha gustado.

Ella comienza a estremecerse. Él, Aurora, déjate de pendejadas y no llores.

Le interrumpe una carcajada. Pero si no lloro Manuel, pero si no lloro.

Llamarlo sin el don y las carcajadas parecen despertarlo del todo, disipando los efectos del ron y el cansancio del sexo.

Que coño te pasa Aurora.

Hay Manuel, cuánto me costó pillarla.

Pero que dices puta, habla claro.

La sífilis, Manuel, lo que me costó pillarla, logró entenderle mientras rompía de nuevo en carcajadas.