Viaje a Madrid

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Viaje a Madrid

Llueve

Sé que no es ninguna novedad que en Madrid llueva, pero con la de años que llevo viniendo es la primera vez que paseo por Madrid con lluvia. He visto llover otras veces desde el taxi, y me he bajado corriendo al hotel, o entrado rápido en el edificio al que iba. He desembarcado en Barajas y me ha recibido el olor a fresco, tan extraño en el aeropuerto, pero ha sido solo un ramalazo antes de entrar en la enorme pecera de la terminal. Hoy, por primera vez en Madrid he caminado bajo la lluvia. Lo he disfrutado. Al principio solo, San Bernardo adelante, desde la glorieta hacia Gran Vía. Después de cenar, con Daniel un paseo hasta que las perneras de los pantalones, húmedas a pesar del paraguas y del abrigo largo, me han recordado mi especial vulnerabilidad a los resfriados. Pero mientras tanto, he sorteado los charcos en Callao, he bajado por Preciados convertida por un momento en una especie de riachuelo, cierto que con poca agua, pero con mucha menos gente. He llegado a Sol coincidiendo con las campanadas de las nueve y media. La banda sonora más adecuada para el círculo de silencio reunido bajo la lluvia protestando contra el trato discriminatorio que damos a los inmigrantes. Calle Arenal adelante, más agua y todavía menos gente. Frío. Mucho frío. Frío, además, que se junta con la humedad que va filtrándose por mis zapatos y apoderándose de los bajos del pantalón. Media vuelta y al calor excesivo y chocante de la estación de Sol. Un beso a Daniel, la promesa de vernos mañana y él para la 3 mientras yo cojo la 2 hacia Cuatro Caminos. El calor del hotel vuelve en cierta medida irreal el recuerdo que creo tener del frío que he pasado, la lluvia que he visto caer, los charcos que he evitado. Ese ruido tan especial de los neumáticos sobre el asfalto mojado me recuerda que sí, que he visto llover en Madrid, y me trae el recuerdo de un tema ya viejo, de cuando tocaba la guitarra con asiduidad y componía mis "canciones". Llueve sobre la ciudad. Parece como si por un momento el asfalto recobrara su vocación de espejo, aunque solo sea para reflejar los grises, cansados panzudos vientres de coche. La gente corre a esconderse en sus guaridas no sabe que la lluvia limpia el triste gris de la monotonía con que día tras día nos envuelve la ciudad. Las gotas titilan musitando mensajes más no hay nadie que entienda el mensaje los versos que hace el agua al caer.

Desayuno con Daniel

Del frío de Callao, Daniel ha llegado "ligeramente" tarde, pasamos al calor sofocante (pero agradable) de un Coffe & Tea. Decoración abigarrada que mezcla el toque retro de los sacos de café y cuadros sobre todo ese mundo que gira alrededor de esa baya milagrosa, con los estampados modernos y la carta de pizzas y crujicoques. La tostada con mantequilla y mermelada y el café con leche caliente se acompañan con la charla cálida de Daniel. Hace nada era el más pequeño, el que quedaba en casa, fijo encerrado en su cuarto o en la tele. Eso sí, cada vez que salía o en las sobremesas, las conversaciones, sobre los temas más variados, se hacían interminables. Hoy, vive su vida en Madrid dedicado a lo que le apasiona, la informática y las matemáticas. Además, no tengo más remedio que imaginar un futuro profesional que lo mantenga alejado de Lanzarote. Lo miraba y pensaba que para eso criamos a los hijos, para que vivan la vida que elijan. Me conforta pensar eso, cuando realmente lo que uno pretendería es cobijarlos para siempre.

La Cuesta de Moyano

No sé como puede existir todavía. Me parece imposible esa imagen de casetas de madera, en pleno centro de Madrid, en una zona que se adivina carísima, dedicadas a la venta de libros viejos, cuando ya casi ni los nuevos se venden. Me encantó la pinta de los vendedores y lamenté haber ido con poco tiempo. Las caras de alguno, y la amabilidad con que te decían lo siento, no tengo nada de Mastreta, o no, no tengo No existe soledad como la mía, invitaban al rato de charla. Y los compradores. Los compradores invitaban como mínimo a mirarlos. En su mayor parte caras proletarias (sí, proletarios, una palabra hermosa que se ha caído de nuestro lenguaje por un extraño pudor ideológico). Caras que invitan a pensar que la redención puede que empiece en las revoluciones de Túnez, de Egipto o de Libia, pero solo pueden continuar a través de la cultura. Deprisa, sin tiempo, qué pecado, al metro. A ese metro que también me encanta, que me gusta de una forma distinta. Tal vez por la mezcla de caras, de ropas, de gentes. Tal vez porque en medio de su modernidad siempre aparece un desconchado, un charco de agua filtrada, un pasillo en reparaciones, que me obliga a pensar en un mundo madmax. Metro y post holocausto forman una asociación imposible de separar. Y ya, por fin, en Barajas. Esa gigantesca estación, esa burbuja que se abre entre la tierra y el cielo.

El vuelo

Hoy el vuelo, al menos su inicio, ha sido diferente. Por canario, por trabajo, sobrevolar la Península hace años que dejó de ser una novedad. Pido ventana por dormir más cómodo, apoyando mi cabeza en el hueco en el que se aloja el cristal y, me imagino, que por la pura costumbre, que llegar con tiempo y pillar ventana ya viene siendo una especie de victoria para empezar. Pido ventana y es raro que a los cinco minutos no esté durmiendo, pero hoy no fue así. Hoy, gracias a la tormenta de ayer, un manto blanco se desplegó bajo nuestro vuelo durante algo más de quince minutos. Hasta que no apareció de nuevo el conocido paisaje de marrones y más marrones, no me separé de la ventanilla, como si fuera mi primer vuelo. La magia de la nieve es muy fuerte para alguien de las islas y más para los lanzaroteños, acostumbrados a un paisaje en el que el blanco se reduce apenas a las pinceladas que las casas dibujan sobre el negro o los ocres del volcán. Hoy he visto el mundo al revés: una inmensa alfombra blanca en el que despuntaban los trazos minimalistas de las aristas de las montañas o el dibujo incompleto de las carreteras. Luego, como siempre, la rutina del viaje y el sueño. No he podido confirmarlo, pues viajaba solo, pero cre que dormí con una sonrisa.

La llegada

Bajo del avión y no sé cómo colocar el abrigo. Solo sentirlo plegado sobre mi brazo me produce una enorme sensación de agobio. Camiseta, jersey de lana y chaqueta de invierno... apropiado para Madrid pero casi estúpido para desembarcar en Lanzarote. Arrastro mi maleta con ruedas por todo el aparcamiento de la T1, que para poder llegar a tiempo a Madrid fui por Tenerife, así que a recoger el coche al aparcamiento de la T2. Camino en medio de turistas que no han aguantado más la ropa de abrigo y que, más previsores, traían bajo sus abrigos las camisetas de tiros. Adiós a la Gran Vía, vuelvo al paisaje plano y quemado de Lanzarote, abandono la autovía del sur, la circunvalación de Arrecife y me meto de lleno en el disparate del desdoblamiento de Tahíche. Maldigo ese pedazo de Arrecife que ha reptado hacia el interior y que amenaza con serpentear hasta Órzola. Ya finalizado el desdoblamiento, giro hacia el Norte. La carretera de Guatiza, otra víctima de la manía de homogeneizar las vías y los paisajes, a pesar del destrozo paisajístico guarda algo de lo que me hizo elegir Lanzarote como mi sitio. Hoy, además, como un inesperado regalo, según giro y emprendo ese último tramo del viaje, comienza a caer la lluvia. Abro la ventanilla, aunque me moje ligeramente, y me lleno del olor a humedad y a fresco. Al llegar a casa, el abrigo me presta un último servicio en este viaje, colocado sobre mi cabeza como una capucha ridícula. Me limpio los pies mojados de atravesar los escasos metros desde donde aparco hasta la puerta y, antes de subir a la biblioteca me preparo un café. Estoy en casa.

Lugares

Un salto de nada y, como una metáfora de la metáfora de la cabecera del blog, acabo de llegar a Guatiza. Saltamos de un lugar a otro, los atravesamos. ¿De qué manera, sin embargo, nos atraviesan a nosotros los lugares? Pensarlo, me obliga a acordarme del pasado fin de semana. Celebramos el comité regional en el auditorio Alfredo Kraus, en Guanarteme. El auditorio, el centro comercial, la avenida... esconden, sin llegar a sepultarlos, los recuerdos de mis años en Guanarteme. Cuando llegamos, algunas de las calles eran de tierra y un muro cercaba las fincas de plataneras que ocupaban el lugar donde ahora se levanta el centro comercial y, sobre las cinco de la tarde, un ganado de cabras recorría las calles. Vivíamos encima de un tostadero de café y sucedáneos. Pero no del sucedáneo de hoy, mezcla de cereales para disfrutar del sabor del café (falso), con un producto adecuado para la salud (puede que cierto). El sucedáneo de la época era la cebada, café de pobres para teñir el agua y en ocasiones de acomodados que si no había café, pues no había. Junto a esos recuerdos que evocó en mí el paseo alrededor del auditorio, el recuerdo de las chabolas que se agarraban a cualquier trocito de suelo medio llano en la carretera del Rincón, o de las que colgaban bajo el risco, con andamiajes de madera y cuerda a modo de caminos entre ellas. Fue la observación directa de la miseria, de la pobreza y la convivencia con ellas durante un verano que no olvidaré, quienes despertaron en mí de manera incipiente mi vocación política. Todavía no había leído nada del estilo de principios fundamentales del materialismo histórico, que llegaría después, no había el menor sustento teórico en mi militancia, era la pura rebelión ante situaciones inaceptables, que hacían que el estilo de vida de mi familia, humilde y apretado, pareciera en comparación acomodado. Más tarde, fruto de mi militancia, desarrollé mi trabajo en Schamann, La Isleta, San Nicolás... Fueron lugares que no solo atravesé, sino que me atravesaron, haciéndome en gran medida ser quien soy. Hoy los recuerdo sin la más mínima nostalgia, pues son historia y con ser recuerdo les basta, pero no dejo de sentir una especie de agradecimiento a esos lugares y las gentes que los habitaban.