Pepe el Mono

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Hombre aovillado en el piso

Los recuerdos se mezclan, se deslíen con el tiempo y no soy capaz de afirmar con certeza si la puerta tras la que escondían a Pepe el Mono era la de la casa que estaba en la esquina o justo la de al lado.

Lo que sí recuerdo perfectamente es el gancho que mantenía permanentemente entreabierta esa puerta que nunca vi cerrada del todo.

Dependiendo del día, de la hora, o no sé qué condiciones, esa rendija, como de una cuarta de ancho, me ofrecía distintas visiones de Pepe el Mono.

Siempre pasaba alejado de la puerta todo lo que daba de si el ancho de la acera ya que, con una rapidez vertiginosa, había veces en que salía disparada la mano de Pepe el Mono logrando atrapar, en más de una ocasión, la pierna de alguien no avisado.

Salía esa mano empujada por un brazo que malamente pasaba por la abertura, de puro fuerte y musculoso, y era ancha y de dedos cortos pero recios. La piel oscura.

Lo que más impactaba de esa mano, al menos a mí, eran las uñas. Anchas, muy anchas, ligeramente engarfiadas. Por muy oscuras que fueran, tenían un toque nacarado, como de un cierto brillo, que contribuía a darles un aspecto casi metálico, permitiendo intuir así su dureza.

En otras ocasiones, al mirar como siempre hacia la relativa oscuridad del interior de la casa, tras la rendija aparecía la cara de Pepe el Mono. Oscura también. Arrugada hasta extremos que hoy en mis recuerdos me parecen imposibles. Era una sucesión de pliegues en la que destacaban una boca que se me antojaba feroz, una nariz ancha, muy ancha, y unos ojillos negros, brillantes, animados de una cierta malicia.

Esa sensación de malicia, que aún recuerdo, me incomoda hoy. En esa reinterpretación constante que hacemos de nuestro pasado, y a la luz de los valores que hoy manejamos, su mirada debiera ser triste.

Nuestra comprensión hacia el diferente, nuestra compasión para el más débil, me hace desear eso, que en mi recuerdo su mirada fuera triste pero no. Su mirada chispeaba animada por esa malicia que hoy me desagrada porque parece no encajar con la historia.

Pero lo cierto es que, pensándolo bien, esa mirada maliciosa estaba más que justificada. Amparados por el valor que proporciona el grupo, no eran pocas las veces que algunos chiquillos le provocaban llegando, incluso, a golpearle con algún palo, por lo que mi recuerdo se reconcilia con lo que hoy siento y termino de entender que estaba de sobras justificada su rabia malévola hacia quienes transitábamos por la acera.

Había días, también, en los que no surgía el brazo, la mano y las uñas que recordaban garras y en los que tampoco aparecía, enmarcada entre la puerta y el marco, su cara.

Esos días, con el corazón palpitando, hacía acopio de fuerzas y valor y me acercaba a la rendija, con cuidado.

Sobre el piso, Pepe el Mono se aovillaba dormitando o, quizás, rumiando agravios y venganzas.

Muy adentro, notaba una sensación extraña, muy extraña. No sé. No logro ponerle nombre. No sé si estaba aprendiendo a sentir compasión, que la compasión también se aprende, por más que parezca innata. No sé si era tan solo el no entender por qué Pepe el Mono era diferente y cual era el motivo de su diferencia y su condena.