El maricón

Imagen
Ley de vagos y maleantes

Tito era el maricón del barrio. No lo sabíamos. Al menos se supone que no lo sabíamos. Esas cosas no se decían. Aunque no lo supiéramos, ni supiéramos por qué, Tito era diferente.

Era gordo, no grueso, gordo. Pero no era eso lo que le hacía diferente. Tenía el pelo largo, pero tampoco era eso lo que le hacía diferente, pues estaba de moda el corte león, que dejaba el pelo considerablemente largo por detrás.

La diferencia estaba, tal vez, en las camisas que usaba. No era normal ver camisas con flores. Y las sandalias. Unas sandalias enormes, que hacían una especie de flap-flap al caminar. En las sandalias, su pie desnudo, hiciera frío o calor, mientras que el resto de los hombres las llevaban con calcetín, salvo que vinieran de pescar o de la playa. Además, su pantalón dejaba ver una porción generosa, por lo inusual, de tobillo. Y, hablando de pantalón, recuerdo que el suyo era desacostumbradamente ceñido.

Las camisas, las sandalias, el pantalón ceñido... y la voz. La voz era mucho más fina que la de cualquiera de los hombres del barrio, y tenía un tono como ansioso y como de desafío, como si estuviera presto para contestar ligero cualquier ofensa, real o imaginaria. De hecho, sin entender muchas veces de que iba la misa, le oíamos discutir con cualquier vecina o encararse con un grupo de hombres en la puerta del bar.

En esos momentos, en los que discutía, sus manos volaban, bailaban, llenaban el espacio a su alrededor. Enmarcaban su cintura, señalaban al adversario, alisaban su pelo, se retorcían... no paraban.

Y las coplas. Mientras Tito limpiaba el zaguán, a baldazo limpio, con un trapo amarrado al palo del cepillo, que no se había inventado la fregona, Tito cantaba. Y canturreaba por la calle, y mientras hacía cola en la tienda. Cantaba lo que luego supe que se llamaban coplas.

Tito llenaba nuestra calle casi siempre. Porque había ocasiones en que Tito desaparecía. Un día, dos días, tres días, algunos días, que en esa época para qué contar días si no era en espera de las vacaciones o los reyes. Nadie decía dónde estaba Tito, dónde había ido Tito. Nadie lo decía, pero nosotros sin embargo lo sabíamos sin saberlo.

Mezclado con un el pobre, con un qué le estarán haciendo, sabíamos sin oírlo, porque nadie lo decía, que Tito estaba en Comisaría.

A Tito lo habían cogido. A Tito le habían pegado. A Tito lo tenían castigado limpiando de rodillas los pisos de Comisaría.

Pero un día, de repente, Tito volvía a nuestra calle. A vivir como siempre, esperando, como siempre, que se lo volvieran a llevar.

(Un recuerdo imborrable de mis años en Guanarteme. Se acababan los 60, años de libertad... fuera de España)