¿Cuándo toca hablar de los muertos?
Dicen que ahora no toca hablar de los muertos y de lo más importante, de por qué murieron.
Dicen que no. Dicen que no toca. Dicen que es mucho mejor enterrarlos mirando hacia otro lado, como si no pasara nada, como si sus muertes fueran tan inevitables como la de los ancianos abandonados en las residencias de Madrid fruto de los protocolos de la vergüenza, como si fuera parte de la lotería de la vida que te toque ahogarte arrastrado por una riada de la que nadie te avisó o sepultado por el barro.
Dicen que ahora es el momento de las solemnes condolencias mientras se siguen buscando personas desaparecidas y dirán después que es el momento de los sobreactuados funerales oficiales y de los homenajes a los muertos con la inevitable música de un violonchelo mientras algunos rezan para que no se quiebre el silencio y para que aparezca el enésimo escándalo, real o fabricado, y desvíe la atención de sus responsabilidades.
Digan lo que digan, me niego a mantener ese silencio.
No se puede evitar una DANA, pero se pueden prevenir sus consecuencias y la tragedia que ha golpeado a Valencia era evitable.
Para hacer justicia a los muertos debemos mirar hacia atrás en el tiempo, debemos recordar que décadas de urbanismo criminal han convertido a Valencia, como a tantos otros lugares de nuestra geografía, en una trampa mortal.
Se han canalizado ríos sin considerar que tarde o temprano el agua termina por reclamar lo que es suyo. Se ha edificado en zonas inundables despreciando los reiterados avisos de los expertos y la propia historia de otras tragedias, que esta ni es la primera, ni será la última. Se ha considerado hasta el último metro cuadrado del territorio como un solar a la espera de ser edificado.
La tragedia de Valencia se ha producido sobre un sustrato preexistente, sobre un humus ideológico impregnado de una lógica desarrollista que ignora de manera suicida que no todo puede hacerse.
Pero si décadas de un urbanismo insensato han convertido a Valencia, y a tantos otros lugares de nuestra geografía, en una ratonera sin salida, la torpe y criminal gestión de las alertas ha agravado los efectos de la DANA convirtiendo lo que pudo ser tan solo una tormenta destructiva para las propiedades privadas y las infraestructuras en una auténtica tragedia.
Ante una tormenta como la vivida por Valencia era inevitable que se inundaran viviendas y se destrozaran carreteras. Eran inevitables los destrozos en las líneas de trenes y en los aeropuertos.
Pero la adecuada gestión de las alertas y el despliegue de las medidas de prevención podrían haber evitado el dramático y aún no finalizado recuento de muertos.
Precisamente para honrar la memoria de esos muertos no puede ser que se les entierre, una vez se les ha limpiado de barro, como si sus muertes fueran tan solo producto de la mala suerte, permitiendo que presidan sus exequias precisamente quienes han sido los responsables de que estuvieran donde no correspondía en el momento en el que no tocaba.
Sus muertes no eran inevitables y es ahora, precisamente ahora, cuando toca decirlo alto y claro. Es lo menos que merece su memoria.